MOMENTO 0

                                               BIPOLARES ANÓNIMOS

Hay veces en la vida, que los seres humanos necesitamos caer en las zonas más oscuras de nuestras emociones, espolvorearlas con nuestras agitadas negaciones (jactanciosas de su fulgurante experiencia e independencia) hasta que el hondo pozo en cuyo fondo nuestro sistema límbico aturdido pide la cuenta de protección, nos avisa que caer más abajo escapa de las posibilidades planetarias. Yo estuve en aquella hondura, sumergido nadé contracorriente, fui condecorado y saqué permiso de residencia temporaria, alcancé tales logros merced a mi competencia para no admitir (plenamente) padecer trastorno bipolar. Fueron sólidos veinte años en los que rocié mis emociones de manera oscilantemente creativa, con barnices variopintos, me nutrí de ella y así bipolaricé el prontuario anímico que terminó gravando mi biografía, el cual ha sido denunciado por la psiquiatría en un compendio meticuloso, tan odiado, odioso y lacerante, como omnisciente y lapidario: la historia clínica.  

El veinticinco de mayo de dos mil dieciocho, yacía yo en los aposentos del límite malsano del abatimiento, impotente y resignado al recrudecimiento de la depresión. Sorbía en un bar céntrico el café indicativo del comienzo de la extremaunción, cuando observo en el periódico un anuncio de una agrupación de bipolares que convocaba a socios de tragedia a cerrar filas contra el trastorno bipolar, mediante una sesión quincenal de catarsis, prevención y contención de padecientes. No demoré mucho la decisión y al sábado siguiente acudí presto.

La primera resolución que tomé apenas entré al salón fue no volver. El ambiente era reacio a la calidez, y no me refiero al ambiente de los asistentes sino a mi caos interno, mi arma de destrucción masiva por excelencia. Yo acababa de regresar de Capilla del Monte, Argentina, donde el apogeo de una crisis depresiva aguda había degenerado sus ínfulas hacia el auto aniquilamiento de mis exhalaciones terrestres. ¿Situación real? disposición a la socialización con los padecientes, nula; capacidad de apertura hacia los profesionales, hacia los especialistas de la redención bipolar, claramente ausente. En verdad, tenía respecto de mí mismo la consideración que gozaría una ausencia mientras busca, con desvaído afán, presencia en algún sitio comatoso, inerte. Bajo estas pálidas circunstancias, tomé asiento y me llamé a silencio. Dispuesto a escuchar dramas ajenos. En mi defensa, podría alegar que el salón donde estábamos era un espacio terapéutico horrible, lúgubre, deprimente, un préstamo que le hacían a la Asociación Bipolar donde [ella] reunía a sus evangelizables –ahora sin rumbo. Entre los cuales se incluía ahora mi humanidad desgarbada. Sin embargo, al cabo de dos horas de franca, tensa y atenta escucha, modifiqué mi postura inicial.    

Di un giro de trescientos sesenta grados y, en sucesivas quincenas, me fui soltando, de modo que mis compañeros bipolares fueron conociendo la historia de mi vida, los pormenores de mi historia clínica y los puntos álgidos de mi prontuario bipolar. En sucesivas entradas compartiré en este blog aquellos soliloquios catárticos que tuvieron lugar en la sede de Bipolares Anónimos durante varios meses– junto a los abanderados de la emancipación límbica.

Afirmo sin pedantería -presumo que nadie puede argumentar nada en contrario- encontrarme, a la hora de escribir estas entradas, en fase de eutimia, lo que en cristiano quiere decir asintomático. He pedido la baja de por vida de mis antiguos escuderos “Manía” y “Depresión”, cuadros estelares que componen el trastorno bipolar y descomponen al padeciente. Mi sistema límbico afirma que estos expedientes se hallan en trámite indefinido. Espero con todos los poros de mis hormonas su no resolución.

Siendo optimista, estas líneas llenas de meandros podrían encontrar valor pedagógico en los desterrados por el trastorno bipolar, en sus familiares directos, indirectos y colaterales por consanguineidad salteada. Es decir, en cualquier interesado en mentes extraviadas que procuran enderezar sus velas y poner proa hacia la escurridiza cordura. 

En la próxima entrega, mi último episodio depresivo narrado desde la desolación.

Mario José Romano

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Mario José Romano

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